24/7/11

Sangre y lágrimas

Extendió sus brazos a la nueva tierra y ordenó: que los soldados sujetos a la orden de Etoya sometan estas lindes. Que las lanzas que empuñan derramen la sangre de los que aquí habitan.

Ares, dios de la guerra, dio la señal levantando su arma. A la contra del sol emitió oscuridad con su sombra y el destello de su armadura de bronce cegó la paz allí habida. Los soldados comenzaron su conquista. 

De la batalla se abrieron dos zanjas en el suelo. Desde las lejanas montañas de Anatolia hasta el golfo Pérsico. Una a causa de la guerra, por la que corrió la sangre derramada. Desde el monte Ararat bajó la sangre. La otra a causa del dolor de los que allí perecieron, y se llenó de lágrimas provenientes de los montes Tauro. 

Al paso de los siglos la tierra descansó y ambas zanjas confluyeron en una sola. La sangre dejó de emanar del monte Ararat y las lágrimas en forma de copo tomaron su copa. 

13/7/11

Mateo 8:22

Cada septiembre vuelvo a este lugar a visitarte y nunca estás listo para recibirme. Quién te ha visto y quién te ve, Manolito. Todo lo que brillaste en vida, ahora lo has perdido ahí abajo, entre gusanos, debes estar a gusto descomponiéndote a toda velocidad y notando sobre ti el paso de los años. Toda esa materia descomponiéndose te resulta demasiado biológico, demasiado natural, pobre de ti. Pero como siempre y para todo, hay una versión bíblica para esto: ¿Qué se siente al sentir en tu propia carne el “polvo eres y en polvo te convertirás”? Seguro que esperabas algo más delicado y no tan asqueroso. Sobre todo tras una vida dedicada al señor todo poderoso, ¿verdad?

Menos mal que viviste dentro del sendero de Dios. Nunca te saliste de él, vivías por y para la norma divina y no contento con eso intentaste arrastrar a todos contigo. Me arrastraste incluso a mi, que crecí contigo y nunca fui igual a ti, Manolo. Siempre odié tu raya al lado y ese pelo repeinado, sobre todo los domingos cuando ibas a la iglesia y te cargabas de fe cristiana para el resto de la semana. Y a mi me arrastrabas contigo, ¡como si a mi me importara el final del camino y la salvación! Siempre te dije que debiste vivir tu vida con más intensidad, pero no me hiciste caso Manolito. Nunca escuchaste mi voz, la tuya siempre estaba por alto: “¡Quieto, no lo hagas!”, “¡Detente ahora que puedes o te arrepentirás!”, “No caigas en la tentación amigo, Dios está contigo.”

Si de mi dependiera, me habría ensuciado las manos con todo el barro del mundo y con las manos sucias hubiese tocado a todos cuanto tuviese cerca. Como un mesías  en su peregrinación, habría empujado a todos contra el suelo y me habría retozado con ellos en el fango hasta hundir mis pestañas en él. Qué vida malgastada la tuya, Manolito, cuidando de tus geranios blancos religiosamente cada tarde y sacando brillo a tus zapatos de piel cada sábado mientras escuchabas en la radio Nuevo Horizonte ese programa de lectura de la biblia, ese libro que tenías memorizado de pé a pá, pero que aún así querías oír una y otra vez. Tu único consuelo, tu guía y tu paz. Tú nunca te cansabas de seguir esa paz espiritual, la única que jamás conociste. Ni siquiera ahora que estás muerto has descubierto la paz verdadera tal y como reza el epitafio “D.E.P.”.

Fuiste un cristiano ejemplar y todos te adoraron por ello en vida, pero pocas lágrimas de verdad salieron de los invitados a tu entierro porque siempre fuiste un hombre vacío para con los demás. Manolito, ansiabas tanto tu otra vida, la del más allá, que tu amor al prójimo siempre fue una pose bien estudiada y poco más. Quizá fue ese tu error, el no actuar con naturalidad. Lo tuyo rozaba la locura irracional, como si de un amor adolescente se tratara. Mirándolo bien y con cierta distancia, lo tuyo era propio de un fenómeno fan. Un fanático empedernido que acabaste en mal lugar.

Y me da pena estar hoy aquí, de nuevo otro septiembre más sobre tu tumba sabiendo que no aprovechaste la vida y que negaste la evidencia, que ya no hay opción para ti. Pobre ignorante, me da pena de ti y rabia al mismo tiempo porque yo tampoco lo hice, no viví. No me dejaste hacerlo. Incluso ahora, después de muerto me tienes atado a ti y a este lugar intentando ajustar cuentas con el más allá para que de una vez por todas me dejes huir. Pero hay una diferencia entre tú y yo Manolo, tú estás ahí y yo estoy aquí. Aplazaste mi vida no dejándome salir, enterrándome en lo más profundo de tu ser, me prohibiste vivir a mi manera con tu absurda represión. Siempre fuiste un alma partida en dos, admítelo, y a mi me han dado otra oportunidad, por eso estoy aquí, para decirte de una vez por todas adiós. 

¿Recuerdas el versículo Mateo 8:22? Seguro que sí, no podría esperar menos de ti. A ver, recuérdamelo… ah sí, sí, ese dice así: “Jesús le dijo: Sígueme; deja que los muertos entierren a sus muertos.” Pues ahora Manolito, yo te entierro a ti.

Todo el mundo ha pecado en vida Manuel, todo el mundo menos tú. Es el momento de decirte adiós y me dejes vivir.

7/7/11

El faro

Mis ojos se abrieron y no fui capaz de ver más allá. La oscuridad me acompañaba en un lugar que sentía pequeño. Notaba la presión sobre mi cabeza y ni siquiera sabía dónde me encontraba.

De repente una compuerta se abrió ante mis ojos. Una luz me cegó y los cerré precipitadamente antes de poder ver dónde me encontraba. Me costó volver abrirlos pero al final lo conseguí tras varios pestañeos, cuando mis pupilas se adaptaron a la nueva sensación de luz. El sonido mecánico que acompañaba al movimiento de la pieza que hasta hace unos instantes me mantenía encerrado se extinguió al tiempo que ésta se ocultó en un doble fondo situado bajo mis pies.

Era un lugar que no conocía. No recordaba haberlo visto antes. Todo estaba lleno de máquinas y tubos. Tubos en todas direcciones que parecían tener muy claro hacia dónde ir. Justo lo contrario que yo. Perdido empecé a caminar por el pasillo hasta llegar a una habitación.

No encontré a nadie a mi alrededor. Decidí salir de allí. Una puerta situada al otro lado me indicó el camino a seguir. La sala estaba llena de maleza, como si el lugar en el que me encontraba estuviese abandonado por completo. Rodeado de arbustos y espinos, la tecnología allí presente pasaba a un segundo plano. Me resultaba extraño un lugar como aquel. Construido de la mano del hombre y entregado sin más a la naturaleza.

La puerta me llevó fuera. Salí de un pequeño edificio, situado sobre un peñasco, junto al mar. A unos metros de él había un faro o al menos lo que parecía quedar de él. Su aspecto era lamentable, aunque aún emitía luz. Allí debía haber alguien. Como un castillo de naipes en el momento previo a su caída, el faro se erguía sobre las rocas, como si sus sillares fueran a caer uno sobre otro al más leve movimiento del viento.

Entonces fui consciente de que era de noche. Miré al cielo y no vi nada. Ni una estrella, ni la luna. El miedo empezó a inundar mis sentidos. Así que fui a buscar ayuda. Empecé a correr hacia el faro, cruzando la noche para escapar de ella. Estar bajo ese cielo sin luna –ni estrellas– me arrebataba el aliento y me dejaba a merced de la impunidad de la noche y sus peligros. Que no tardaron en aparecer.

Al llegar a la puerta del faro todo se movió. El suelo se veía turbio y un estallido inundó mis oídos. Parecí cambiar de escenario, pero aún seguía en el mismo lugar. Eso sí, no podía escapar de allí. Una figura se apareció ante mis ojos. Con el doble de mi altura y un cuerpo desproporcionado su simple silueta desde la penumbra dejaba vislumbrar su monstruosidad. Su piel con escamas y oscura resultaba indigesta a la vista y un olor a orco inundó mis fosas nasales. Su ojos color ámbar, como el de un semáforo, parecían confirmar el peligro. Su mirada traspasaba la oscuridad y el brillo de sus córneas situaba su cabeza a un metro sobre mí.

Di un paso atrás y noté un peso en mi espalda. Me percaté de que iba armado. Llevaba una espada que hasta entonces no había notado. Aún así, no sabía usarla por lo que no me sentí salvado. El monstruo se acercó a mi con un par de pasos, que en su caso recorrieron algo más de un metro. No sé si era un lagarto o un dinosaurio, pero no necesitaba saberlo.

Sus rodillas se flexionaron sobre sí y saltó cogiendo impulso. Esperaba que sus fauces cayeran sobre mi, y destrozaran mis miembros, como el cocodrilo de aquella película de Indiana Jones.

Hubo una luz, un fogonazo y tras ella la oscuridad más absoluta. No sentía nada, ni siquiera mi cuerpo, ni dónde estaba. Perdí la consciencia de forma inmediata. Pero sentí la rabia crecer en mi. Sabía que no era la primera vez que me pasaba algo así, y de hecho no me gustaba. De pronto oí a mi madre decir de fondo:

-            - Antonio, ayúdame a poner la mesa, por favor.

Y volví en mi. La televisión mostraba imágenes de una guerra, en algún país de Oriente Próximo. Olía a estofado, el plato favorito de mi hermana. Ella hablaba, pude oír por el hueco de las escaleras, por teléfono. Seguramente con su novio. Una vez más era yo el que tenía que servir la mesa. Mi gato andaba por mis pies, deseoso de probar el estofado. Siempre venía a mis pies a la hora de comer.

Solté la videoconsola y la coloqué sobre el edredón de cuadros de mi cama. Me levanté. Me dirigí al salón para almorzar. Mi aventura debía esperar, al menos hasta la media tarde. Se habían acabado las pilas y la tienda del barrio no abriría hasta las seis.

Estaba deseoso de volver allí, a ese faro y enfrentarme a ese monstruo. La próxima vez no tendría miedo. Pensaba descubrir que se escondía entre tanto misterio.