Cada septiembre vuelvo a este lugar a visitarte y nunca
estás listo para recibirme. Quién te ha visto y quién te ve, Manolito. Todo lo
que brillaste en vida, ahora lo has perdido ahí abajo, entre gusanos, debes
estar a gusto descomponiéndote a toda velocidad y notando sobre ti el paso de
los años. Toda esa materia descomponiéndose te resulta demasiado biológico,
demasiado natural, pobre de ti. Pero como siempre y para todo, hay una versión
bíblica para esto: ¿Qué se siente al sentir en tu propia carne el “polvo eres y
en polvo te convertirás”? Seguro que esperabas algo más delicado y no tan
asqueroso. Sobre todo tras una vida dedicada al señor todo poderoso, ¿verdad?
Menos
mal que viviste dentro del sendero de Dios. Nunca te saliste de él, vivías por
y para la norma divina y no contento con eso intentaste arrastrar a todos
contigo. Me arrastraste incluso a mi, que crecí contigo y nunca fui igual a ti,
Manolo. Siempre odié tu raya al lado y ese pelo repeinado, sobre todo los
domingos cuando ibas a la iglesia y te cargabas de fe cristiana para el resto
de la semana. Y a mi me arrastrabas contigo, ¡como si a mi me importara el
final del camino y la salvación! Siempre te dije que debiste vivir tu vida con
más intensidad, pero no me hiciste caso Manolito. Nunca escuchaste mi voz, la
tuya siempre estaba por alto: “¡Quieto, no lo hagas!”, “¡Detente ahora que
puedes o te arrepentirás!”, “No caigas en la tentación amigo, Dios está
contigo.”
Si de
mi dependiera, me habría ensuciado las manos con todo el barro del mundo y con
las manos sucias hubiese tocado a todos cuanto tuviese cerca. Como un mesías
en su peregrinación, habría empujado a todos contra el suelo y me habría
retozado con ellos en el fango hasta hundir mis pestañas en él. Qué vida malgastada
la tuya, Manolito, cuidando de tus geranios blancos religiosamente cada tarde y
sacando brillo a tus zapatos de piel cada sábado mientras escuchabas en la
radio Nuevo Horizonte ese programa de lectura de la biblia, ese libro
que tenías memorizado de pé a pá, pero que aún así querías oír una y otra vez.
Tu único consuelo, tu guía y tu paz. Tú nunca te cansabas de seguir esa paz
espiritual, la única que jamás conociste. Ni siquiera ahora que estás muerto
has descubierto la paz verdadera tal y como reza el epitafio “D.E.P.”.
Fuiste
un cristiano ejemplar y todos te adoraron por ello en vida, pero pocas lágrimas
de verdad salieron de los invitados a tu entierro porque siempre fuiste un
hombre vacío para con los demás. Manolito, ansiabas tanto tu otra vida, la del
más allá, que tu amor al prójimo siempre fue una pose bien estudiada y poco
más. Quizá fue ese tu error, el no actuar con naturalidad. Lo tuyo rozaba la
locura irracional, como si de un amor adolescente se tratara. Mirándolo bien y
con cierta distancia, lo tuyo era propio de un fenómeno fan. Un fanático
empedernido que acabaste en mal lugar.
Y me da
pena estar hoy aquí, de nuevo otro septiembre más sobre tu tumba sabiendo que
no aprovechaste la vida y que negaste la evidencia, que ya no hay opción para
ti. Pobre ignorante, me da pena de ti y rabia al mismo tiempo porque yo tampoco
lo hice, no viví. No me dejaste hacerlo. Incluso ahora, después de muerto me
tienes atado a ti y a este lugar intentando ajustar cuentas con el más allá
para que de una vez por todas me dejes huir. Pero hay una diferencia entre tú y
yo Manolo, tú estás ahí y yo estoy aquí. Aplazaste mi vida no dejándome salir,
enterrándome en lo más profundo de tu ser, me prohibiste vivir a mi manera con
tu absurda represión. Siempre fuiste un alma partida en dos, admítelo, y a mi
me han dado otra oportunidad, por eso estoy aquí, para decirte de una vez por
todas adiós.
¿Recuerdas
el versículo Mateo 8:22? Seguro que sí, no podría esperar menos de ti. A ver,
recuérdamelo… ah sí, sí, ese dice así: “Jesús le dijo: Sígueme; deja que los
muertos entierren a sus muertos.” Pues ahora Manolito, yo te entierro a ti.
Todo el
mundo ha pecado en vida Manuel, todo el mundo menos tú. Es el momento de
decirte adiós y me dejes vivir.