7/7/11

El faro

Mis ojos se abrieron y no fui capaz de ver más allá. La oscuridad me acompañaba en un lugar que sentía pequeño. Notaba la presión sobre mi cabeza y ni siquiera sabía dónde me encontraba.

De repente una compuerta se abrió ante mis ojos. Una luz me cegó y los cerré precipitadamente antes de poder ver dónde me encontraba. Me costó volver abrirlos pero al final lo conseguí tras varios pestañeos, cuando mis pupilas se adaptaron a la nueva sensación de luz. El sonido mecánico que acompañaba al movimiento de la pieza que hasta hace unos instantes me mantenía encerrado se extinguió al tiempo que ésta se ocultó en un doble fondo situado bajo mis pies.

Era un lugar que no conocía. No recordaba haberlo visto antes. Todo estaba lleno de máquinas y tubos. Tubos en todas direcciones que parecían tener muy claro hacia dónde ir. Justo lo contrario que yo. Perdido empecé a caminar por el pasillo hasta llegar a una habitación.

No encontré a nadie a mi alrededor. Decidí salir de allí. Una puerta situada al otro lado me indicó el camino a seguir. La sala estaba llena de maleza, como si el lugar en el que me encontraba estuviese abandonado por completo. Rodeado de arbustos y espinos, la tecnología allí presente pasaba a un segundo plano. Me resultaba extraño un lugar como aquel. Construido de la mano del hombre y entregado sin más a la naturaleza.

La puerta me llevó fuera. Salí de un pequeño edificio, situado sobre un peñasco, junto al mar. A unos metros de él había un faro o al menos lo que parecía quedar de él. Su aspecto era lamentable, aunque aún emitía luz. Allí debía haber alguien. Como un castillo de naipes en el momento previo a su caída, el faro se erguía sobre las rocas, como si sus sillares fueran a caer uno sobre otro al más leve movimiento del viento.

Entonces fui consciente de que era de noche. Miré al cielo y no vi nada. Ni una estrella, ni la luna. El miedo empezó a inundar mis sentidos. Así que fui a buscar ayuda. Empecé a correr hacia el faro, cruzando la noche para escapar de ella. Estar bajo ese cielo sin luna –ni estrellas– me arrebataba el aliento y me dejaba a merced de la impunidad de la noche y sus peligros. Que no tardaron en aparecer.

Al llegar a la puerta del faro todo se movió. El suelo se veía turbio y un estallido inundó mis oídos. Parecí cambiar de escenario, pero aún seguía en el mismo lugar. Eso sí, no podía escapar de allí. Una figura se apareció ante mis ojos. Con el doble de mi altura y un cuerpo desproporcionado su simple silueta desde la penumbra dejaba vislumbrar su monstruosidad. Su piel con escamas y oscura resultaba indigesta a la vista y un olor a orco inundó mis fosas nasales. Su ojos color ámbar, como el de un semáforo, parecían confirmar el peligro. Su mirada traspasaba la oscuridad y el brillo de sus córneas situaba su cabeza a un metro sobre mí.

Di un paso atrás y noté un peso en mi espalda. Me percaté de que iba armado. Llevaba una espada que hasta entonces no había notado. Aún así, no sabía usarla por lo que no me sentí salvado. El monstruo se acercó a mi con un par de pasos, que en su caso recorrieron algo más de un metro. No sé si era un lagarto o un dinosaurio, pero no necesitaba saberlo.

Sus rodillas se flexionaron sobre sí y saltó cogiendo impulso. Esperaba que sus fauces cayeran sobre mi, y destrozaran mis miembros, como el cocodrilo de aquella película de Indiana Jones.

Hubo una luz, un fogonazo y tras ella la oscuridad más absoluta. No sentía nada, ni siquiera mi cuerpo, ni dónde estaba. Perdí la consciencia de forma inmediata. Pero sentí la rabia crecer en mi. Sabía que no era la primera vez que me pasaba algo así, y de hecho no me gustaba. De pronto oí a mi madre decir de fondo:

-            - Antonio, ayúdame a poner la mesa, por favor.

Y volví en mi. La televisión mostraba imágenes de una guerra, en algún país de Oriente Próximo. Olía a estofado, el plato favorito de mi hermana. Ella hablaba, pude oír por el hueco de las escaleras, por teléfono. Seguramente con su novio. Una vez más era yo el que tenía que servir la mesa. Mi gato andaba por mis pies, deseoso de probar el estofado. Siempre venía a mis pies a la hora de comer.

Solté la videoconsola y la coloqué sobre el edredón de cuadros de mi cama. Me levanté. Me dirigí al salón para almorzar. Mi aventura debía esperar, al menos hasta la media tarde. Se habían acabado las pilas y la tienda del barrio no abriría hasta las seis.

Estaba deseoso de volver allí, a ese faro y enfrentarme a ese monstruo. La próxima vez no tendría miedo. Pensaba descubrir que se escondía entre tanto misterio.

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