9/5/12

Letargo

Un mosquito me despertó del letargo. Se posó sobre mi mano seguramente sin pensarlo. Mis actos reflejos lo aplastaron con un dedo. Ya no quedaba nada de él, ni tampoco mucho de mi, la verdad. Allí estaba parado con los pies juntos y la mirada perdida. Y esa mirada me llevó a descifrar el paisaje que se mostraba ante mi. Me percaté de que ya había estado allí antes, más de una vez. Como hace cosa de un año. De hecho recordé que el año pasado, justo por estas fechas, iba todas las tardes al mismo sitio en el que me encontraba hoy para hacer lo mismo que ahora hago. Exactamente lo mismo. Parecía como si el tiempo, detenido, no hubiese pasado. Pero hubo un verano, y luego un otoño. Lo siguió un invierno. El invierno. En aquella casa pasé algunos momentos, podía verla desde la parada del autobús, oculta por un árbol que debió crecer en todo este tiempo, pero al cual no notaba el más mínimo cambio. Fueron días felices, quizá. Realmente no lo sé. ¿Cómo podía saberlo? Los motores de los coches calle abajo me enturbiaban entonces igual que ahora y el calor, que en la ciudad siempre fue intenso por esta época, parecía atosigarme más que nunca. A mis espaldas había un pequeño comercio regentado por chinos. Allí solía comprar refrescos y pasteles para merendar. Ahora ya no compro nada. Cuento las monedas para coger el autobús y poco más.

De repente quise pensar en todo aquello que sí había cambiado. Porque estaba seguro de que, con el paso del tiempo, algo había tenido que cambiar. Fue fácil llegar a la conclusión más obvia; ahora estaba solo. Pero eso no era del todo verdad. ¿Cuánto más solo estaba entonces que ahora? El mes de mayo pasado no era más que el preludio de lo que luego vino en verano. El verano. Los rayos del sol me golpeaban la cara cuando miraba calle arriba y el bus no llegaba. Los rayos del sol ya me golpearon la cara entonces, en verano... Nada parecía haber cambiado. Unos niños jugaban en el parque de enfrente. Hacía buen tiempo después de unas semanas de lluvia y corrían. Gritaban. Saltaban. Yo una vez fui niño y también hice esas cosas. Ahora ya no las hago. Entonces, ¿cambiamos?

Llegó por fin el circular. Con los céntimos contados pagué mi billete. Estaba repleto y me costó encontrar un sitio. Perdone. Disculpe. ¿Me permite? Al final me senté en la parte de atrás. Ocurrió lo que ocurre a veces cuando viajo; que la gente se esfuma y sólo quedo yo. Unas voces desaparecieron para dar paso a las otras voces. Conversaban sobre la vida, mi vida. Debatían con pasión sobre la cuestión antes planteada. ¿Cuánto más solo estaba antes que ahora? Quizá ahora estaba realmente menos solo y ni siquiera lo sabía. Crucé el puente. Que tembló como siempre tiembla al pasar de los motores. Recuerdo que una vez, por ese mismo puente di un paseo y luego me senté a la orilla del río. Sobre el césped seco y las hojas caídas. Era otoño. El otoño. Lloré una perdida.

Lloramos las pérdidas del mismo modo que nos arrepentimos de nuestros errores. Nos compadecemos de nosotros mismos y maldecimos nuestra mala suerte. Pocas veces prestamos atención a las sonrisas gastadas. Siempre hay sonrisas. Parece ser que no aprendemos, ¡nunca aprendemos de ello! ¡Ay...! Mentira. Una vez fui niño -recordé- y ya no lo soy. Han pasado los años y cada uno tuvo su invierno, su otoño y su verano. Y con ellos fui cambiando, una parte de mi se marchaba con los años y al mismo tiempo otra surgía de la nada. Esa parte aprendida adherida a mi. Y sabía de dónde venía. Recolecté todo el dolor de los campos que los años me traían y con él también las flores. Combatí con ellas y gané. Una vez gané. Creo que me olvidé, hasta este preciso momento, de la primavera. Es injusto. Conmigo y con ella.

El autobús dobló la calle. El sol me golpeó la cara y como el mosquito me despertó de mi letargo. Tenía que bajar aquí, había llegado a casa. Un día más, como hace justo un año.