18/10/11

La leyenda del Monte Gordo

Hace cientos de años un ogro vivió en esta comarca. El ogro vivía solo, no se le conocía familia por lo que todos atribuyeron su mal humor a esa soledad. Se dice que moraba en una cueva de grandes dimensiones, pues el ogro era bastante grande. Medía como dos hombres y medio -de los más altos- y para rodearlo hacía falta un corro de al menos siete niños cogidos de las manos. El ogro tenía los ojos completamente negros, por lo que su mirada despertaba desconfianza y miedo. Muchos quedaron paralizados ante su figura, sin saber que hacer. Corría pues, por ahí, el rumor de que podía petrificar a las personas con el mero contacto visual. 

Aunque su cueva estaba al otro lado del río, el ogro lo cruzaba con gran facilidad siempre que quería. Ni la profundidad ni la distancia de las orillas podía detener sus zancadas. De nada sirvió que los campesinos de aquel lado abandonasen sus tierras y volviesen a la ciudad para estar a salvo. El ogro podía perseguirlos allá dónde hiciera falta y chantajear a aquellos pobres que vivieron durante años en un verdadero infierno. El ogro siempre pedía lo mismo, deliciosos niños a los que devorar. Como era de esperar, ninguno de los padres sucumbió nunca ante tal chantaje y ofrecieron resistencia. Pero las armas de las que disponían -por lo general aperos del campo para la labranza- no eran suficientes para hacerle frente y al final tuvieron que ceder. El ogro les propuso un trato, no comería un niño siempre que le sirvieran fielmente y lo abastecieran de todo aquello que quisiera comer.

Los aldeanos, desesperados, aceptaron el trato. El ogro arrasó con su ganado, devoró todos los cerdos, las vacas y las ovejas de la comarca. También acabó con el pan, y con las frutas que allí crecían. Sus preferidas eran las manzanas, aunque también le gustaban las sandías. El ogro empezó a abusar de la población y cada vez pedía más. También pedía grandes telas con las que vestirse, y piezas de orfebrería hechas de oro con las que embellecerse. Los aldeanos no paraban de trabajar, incluso sus hijos tenían que hacerlo para tenerlo todo listo para contentar a la bestia. La mayoría de los días no hacían otra cosa que trabajar, pero no lograban tener listo todo lo que el ogro quería. Si no lo conseguían en el tiempo que él quería, los amenazaba con severos castigos y fuertes reprimendas que los mantenía aterrorizados. La gente no llegaba a comprender por qué si hacían todo lo que les pedía desde hace tiempo, el ogro nunca se veía satisfecho. Aún haciendo lo que debían, eran reprimidos.

Una mañana el ogro no apareció por el pueblo y todos se extrañaron. Pese a ello, siguieron trabajando duro pues temían que el ogro apareciese en cualquier momento y les pidiera todo lo atrasado. No podían descansar. Al caer el sol, aún no se había manifestado, por lo que un grupo de personas se reunieron para intentar averiguar qué le podría haber pasado al ogro. Todos empezaron a fantasear con la marcha del enemigo. Otros pensaban que se había perdido, o que quizá había muerto pues su estado no era el más saludable desde hacía un tiempo. Sea como fuera los aldeanos durmieron esa noche a medias, con la esperanza de una libertad soñada y el temor por una vuelta del ogro aún más fiero que de costumbre.

A la siguiente mañana, ni el sol, ni la brisa, ni los pajarillos que cantan al alba trajeron consigo los rugidos del ogro. Se formó un gran revuelo ante la posibilidad de ser libres de nuevo. Una expedición pronto se formó en la plaza del pueblo y decidieron caminar hacia la cueva dónde vivía, al otro lado del arroyo. Querían confirmar si la bestia se había ido y al fin podían respirar tranquilos. Los hombres y mujeres más valientes y fuertes se armaron con cantidad de herramientas, la mayoría de labranza como zoletas y hoces. Cruzaron el río y cuál fue la sorpresa de encontrar tras unos árboles en dirección a la cueva al ogro tumbado en medio del camino.

Todos tuvieron un primer instinto de correr despavoridos, pero en lugar de ello saltaron los gritos. El ogro se percató de la presencia de los aldeanos y comenzó a pedir ayuda. Su voz mostraba el miedo y ahora era suave. Se dieron cuenta así, de que el ogro no se podía mover. El caos es que estaba muy gordo. Sin duda su figura, para cualquier hombre normal, era temida, por lo grande. Pero visto así, tumbado boca arriba sobre el suelo, como una tortuga volteada que no se puede levantar, daba risa. Los aldeanos no lo pudieron evitar y empezaron a reír tímidamente. Una risa nerviosa se extendió entre todo el grupo y rápidamente se transformó en carcajada. El ogro comenzó a gritar nervioso y con el orgullo herido. Juró que los mataría a todos en cuanto que se levantara. Pero no pudo hacerlo. Pasaron los días y seguía allí. 

Los aldeanos procuraron no pasar cerca durante un tiempo, por si acaso los lograse alcanzar y atacara alguno de ellos. Pasados unos meses decidieron volver al lugar, para ver si el ogro seguía allí tumbado o si se había marchado de una vez.

Cual fue la sorpresa, que al llegar, todo lo que encontraron los pueblerinos fue una gran montaña. Un monte más bien, de unos tres metros y medio de altura, con una ladera muy accesible y un relieve poco encrespado. Más bien de figura redondeada, justo donde se encontraba tumbado. El monte recibió desde entonces el nombre de Monte Gordo y encima de él los habitantes de la comarca construyeron una torre vigía desde la que salvaguardar que ningún otro ogro, gigante o bestia en general se acercase al pueblo para nunca jamás.